martes, 11 de septiembre de 2007

EL AMANTE

Nunca nos tocamos los unos a los otros lo suficiente. Hay personas que sólo al morir, se darán cuenta de que no han besado ni han sido besadas las veces que les correspondían; de que no se han enternecido, ni emocionado, ni llorado con otros, ni reposado en otra boca, ni dado la razón por gusto, ni dicho unas palabras dulces y aromáticas,... Y lo más doloroso es advertirlo cuando ya es tarde y no hay remedio; cuando hemos echado de nuestro alrededor los ojos, los labios, el cariño, las manos, los complices que habríamos tenido que atender.

El amante no tiene perspectiva. No sabe cómo es el ser al que ama. Lo tiene demasiado cerca. Ve sus facciones, oye sus palabras, pero nada más: no piensa, no calcula, no compara, no lo relaciona con los otros seres del mundo. El mundo entero, en realidad, para el amante, el ser que ama. En él se envuelve, en él se descubre y se extravía en él. Para conocerlo tendría que alejarse. Y eso sería morir, y si sobreviviese, desde lejos ya no querría juzgar al ser que amo: ya habría dejado de sentir esa necesidad de su indigencia.

¿Cómo aspira a saber el amante la verdad sobre aquel al que ama? Duele reconocerlo, pero la inteligencia no cuenta mucho en el amor. Es nuestro camino habitual para aprehender la verdad; pero quizás tampoco la verdad sea un concepto esencial para el amor. En él cuentan más los instintos humanizados, las intuiciones, los presentimientos y un poco quizá los sentimientos, aunque no demasiado y siempre como en tromba. Lo único razonable en el amor es abdicar de los procesos razonadores y abandonarse a otras potencias más oscuras o menos controlables. La inteligencia no nos sirve para calibrar todo aquello- desánimos, enfriamientos, distracciones- que, pasado el tiempo, al recordarlo, nos obliga a decirnos: “Ah, si estaba tan claro…”